El dueño de la acera

Desde mediados de marzo el pueblo cambia su aspecto y, tanto el centro como algunos sectores turísticos se recorren en medio de mesas con sombrillas que llenan unas zonas de las aceras destinadas para ese fin.  El lunes venía yo en bicicleta por uno de los lugares más llenos de turistas que se sientan debajo de esos quitasoles a tomar cerveza o a comer helado y a quejarse del calor. Venía por la acera que también es zona demarcada para bicicletas y, al pasar por un restaurante giré la cabeza como buscando algún conocido en una de las mesas cuando ¡tras! con la rueda delantera de la bicicleta me llevé dos taburetes.  Apenas había tenido tiempo de darme cuenta de lo que había hecho cuando escuché que me gritaban desde atrás. Giré la cabeza y vi que el administrador del restaurante gesticulaba en actitud de pelea.

-¡Es el dueño de la acera, o es que no ve por dónde camina!

Sin pensarlo, por un impulso automático, y sin dejar de mirar para atrás le grité en voz bien alta:

-Soy el dueño de la acera porque yo pago impuestos.

Por un momento sentí que todo Castelldefels me miraba. Los clientes del restaurante se quedaron con los vasos de cerveza a mitad de camino entre la mesa y la boca, los niños dejaron los helados pegados a la cara como jugando estatua, los balcones se llenaron de fisgones que salieron a ver qué pasaba y las ventanillas de los vehículos que esperaban el cambio se semáforo se abrieron al unísono. Seguí montado en mi bicicleta sin dejar de mirar atrás por si el energúmeno salía detrás de mí, cuando ¡Tráquete! ¡El taburete del restaurante de enseguida! La omnipresente  ley de Murphy dictaminó que el bendito asiento se quedara enredado en la llanta de la bicicleta y que fuera de aluminio para que hiciera bastante ruido contra el pavimento. Cuando me logré deshacer de él, sin dejar de pedalear miré hacia el establecimiento a ver si ya estaba en la puerta el nuevo retador, pero sólo me encontré con los ojos de todos los clientes que me miraban desde una terraza un poco elevada que tiene ese restaurante. Convencido de que el que da el primer golpe da dos veces, decidí adelantarme y repetir en voz bien alta mi frase de batalla:

-¡Soy el dueño de la acera porque yo pago impuestos!

Y le puse toda la potencia a los pedales como si un ejercito entero corriera detrás de mí, dejando el taburete en media calle para que algún bus caritativo le diera el puntillazo final.

Ya en la casa, repuesto de las emociones de mi salida, me acordé de que al día siguiente tenía que volver a pasar por el mismo sitio. Es paso obligado porque es una calle que cruza a desnivel con la línea de ferrocarril, y en el pueblo sólo hay tres de esos pasos, muy separados entre sí: o cruzo por allí, o tengo que dar un rodeo muy grande. Decidí camuflarme para evitar inconvenientes. Lo primero que hice fue dejar la bicicleta porque pensé que, de seguro, en todos los establecimientos me estarían llamando por un alias: el de la bicicleta. También cambié los bluyines del día anterior por unos pantalones mas serios, muy aplanchados y con su quiebre bien marcado; la camiseta de propaganda de un laboratorio farmacéutico la cambié por una camisa más formal, de manga larga y con camisilla interior; los zapatos deportivos los dejé en la casa y en cambio me puse unas zapatillas de cuero acabaditas de embetunar, que parecían de charol. El único cambio que hice al revés, de serio a deportivo, fue el de las gafas. Dejé las recetadas que me había puesto el día anterior para evitar chocarme contra alguna silla y en su lugar me puse unas verdes oscuras, Rayban chiviadas.

Cuando estaba llegando al sitio de la tragedia tomé la prudente decisión de pasarme para la acera del frente y caminé muy serio, tratando de disimular, aunque me era imposible deshacerme de la tensión que me hacía estar tieso como si tuviera tortícolis. Ya al frente del lugar de los accidentes, miré de reojo, listo para echar a correr si veía algún movimiento raro, y me sorprendió lo que vi. ¡Milagro! Tanto los dos restaurantes destaburetados, como todos los de la cuadra, tenían sus sillas y mesas en las zonas permitidas y las habían retirado de la zona peatonal y de bicicletas.

Seguí muy tieso, esta vez no por la tensión sino por el orgullo, con un caminado de marcha triunfal, como diciendo “soy el dueño de la acera porque yo pago impuestos”, y llevando conmigo el secreto de que, como mileurista, no estoy obligado a hacer declaración de impuestos.