Distancias a las estrellas
Artículo publicado en la revista Astronomía, Madrid, enero de 2016
La esfera celeste es una pantalla imaginaria a la que nos parece ver adosados los cuerpos celestes.
Cuando miramos el cielo estrellado nos parece que todos los astros brillan a una misma distancia de nosotros, como si estuvieran pegados a una esfera de un radio tan grande, que podríamos considerarlo infinito. Los antiguos tenían esa misma sensación y creían que en realidad esa esfera existía, pero pudieron determinar que no era única sino que estaba acompañada por otras, concéntricas y más pequeñas que ella. Fueron los griegos de hace más de 2300 años quienes llegaron a esta admirable conclusión, porque notaron que los cuerpos celestes se dividen en dos grupos. El primero es el de las estrellas fijas a las que llamaron así porque, aunque salen por el este y se ocultan por el oeste, su posición con relación a las demás estrellas es invariable: si, por ejemplo, tres de ellas forman una línea recta, esa figura permanecerá inalterable durante generaciones. (Hoy sabemos que en realidad sí hay un cambio debido al llamado «movimiento propio» de las estrellas, pero es tan pequeño que se necesitan milenios para que pueda ser detectado a simple vista). El segundo grupo es el de los astros que llamaron «errantes» (planetes, en griego), un nombre que para ellos tenía el sentido literal de vagabundos porque se mueven con relación a las estrellas fijas, de manera que nunca forman configuración estable con sus vecinas, sean estas fijas o errantes.
Conocieron siete de estos astros, a saber: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, el Sol y la Luna. De ellos midieron el tiempo que tardan desde que pasan cerca de una estrella fija, le dan la vuelta a todo el firmamento y vuelven a llegar al punto de partida. El astro más rápido es la Luna que hace ese circuito en 27 días y un tercio; luego vienen Mercurio, Venus y el Sol, que lo hacen en un año y por último, Marte en 1,88, Júpiter en 12 y Saturno en 30 años. La conclusión fue muy clara: los que tardan más tiempo, lo hacen porque están más alejados de la Tierra. Cabe recordar aquí que para ellos, la Tierra estaba en el centro del Universo y los demás cuerpos celestes giraban alrededor suyo. Así pues que supusieron que existía una esfera para cada una de estas estrellas errantes, siendo la de la Luna la más cercana a la Tierra y por tanto la más pequeña, y la de Saturno la más lejana. Por encima de esta última estaba otra que, a diferencia de las anteriores, no contenía un solo astro, sino todas las estrellas fijas que ellos consideraron incontables. Qué misterios se ocultan más allá de las estrellas fijas, sólo pudo ser respondido por los místicos que veían allí a toda la corte celestial. Pero podrían ser fenómenos físicos desconocidos, como lo representó Flammarión en su libro de meteorología popular, con un grabado en blanco y negro en el que un misionero saca la cabeza a través de la esfera de las estrellas fijas para ver lo que hay más allá.
Esta idea de la esfera empezó a desmoronarse a partir de 1838 –cuatro años antes del nacimiento de Flammarión–, cuando se hicieron las primeras mediciones de distancias estelares. Se comprendió, entonces, que están contenidas en un espacio tridimensional y que, en la práctica, no hay dos que estén a la misma distancia de nosotros. Cuando a principios del siglo XX se logró interpretar el Universo como un agregado de galaxias muy distantes unas de otras, se comprobó que todas esas estrellas que vieron nuestros antepasados y que nosotros podemos ver a simple vista pertenecen a la nuestra, a la que llamamos Vía Láctea. En teoría deberíamos ver estrellas a distancias de más de cincuenta mil años luz, puesto que la galaxia tiene unos cien mil de diámetro, pero la realidad es que el brillo se pierde con la distancia y el ojo sólo puede captar estrellas que están relativamente cerca de nosotros. La que se considera más distante, es m Cephei que dista de nosotros unos 5000 años luz, pero aunque su magnitud de 4,0 está en el rango de las que se pueden ver sin ayuda de instrumentos, no es fácil de observar, y menos en los cielos contaminados que tenemos hoy. En cambio la estrella Deneb, que es la más brillante de la constelación del Cisne, se puede ver con tanta facilidad, que sirve como referencia para los observadores del hemisferio norte. Su distancia no se conoce con exactitud pero algunos estiman que podría alcanzar los 3000 años luz. A pesar de la incertidumbre, en la práctica podemos considerar a Deneb como la estrella más lejana que vemos a simple vista y a toda la constelación del Cisne, un ejemplo de lo imaginario que es el concepto de esfera celeste.
Si intentamos dibujar las estrellas de El Cisne a escala de su distancia a la Tierra, veremos que es una de las constelaciones más dispersas del cielo en el sentido de que sus estrellas están muy separadas y no forman un grupo coherente como lo parecen desde la Tierra. En la figura de arriba hemos intentado hacerlo, poniendo las distancias en años luz en números blancos y trazando la esfera celeste a la distancia de la estrella de la constelación más cercana a nosotros. En tal dibujo, la figura que le da nombre a la constelación pierde todo sentido puesto que la cola está cuarenta veces más lejos de nosotros que una de las alas, y el pico lo está siete veces.
Las consideraciones anteriores nos permiten concluir que en la esfera celeste de los griegos se cumple al pie de la letra el mito de la caverna de Platón: vemos las proyecciones de las estrellas en una pantalla imaginaria, como los prisioneros veían sombras en la pared de la caverna.